El espejo

“La otra instancia de este rasgo se lee como una interpretación política: el sujeto del relato de viaje descubre la imagen del Otro y de lo otro, pero en él proyecta la imagen de sí mismo”
Jorge Monteleone, El relato de viaje: de Sarmiento a Umberto Eco

“No figura en ningún mapa; los lugares verdaderos nunca están”
Herman Melville, Moby Dick

Lo vio y se vio, allí parado, patético. Se sintió un loco. Se sintió dominado por el instinto, por un brutal instinto que lo convertía en no más que un animal o una bestia. Sentía el subir y el bajar de su pecho; sentía su corazón latir muy de prisa. Su mirada se clavó en aquel otro ser como si quisiera llegar a algún lugar dentro de él.
Dedicó su vida a ser diferente, a ser algo más, pero fracasó. Necesitó cruzar el océano para comprender que no era tanto como lo que él creía lo que lo separaba de aquel despreciable ser. Lo vio y se vio, como si estuviera frente a un espejo. Pero no, no era eso; si lo hubiese sido aquel terror no subiría y bajaría por su cuerpo paralizándolo. Era él; los ojos levemente distintos, el mentón más pronunciado, el cabello más largo, pero era él. Poco a poco lo recorrió con la mirada, temeroso de que el otro pudiera reaccionar. Tenía los pies descalzos sobre la arena caliente y las manos ajadas que caían al costado de su cuerpo. Miró sus manos y un leve ardor brotó desde su interior y recorrió sus dedos. No era un ardor común, como de sol; era más suave y continuo. Miró sus pies cada vez más tibios y le pareció sentir la arena contra ellos a pesar de sus zapatos. Los hombros le pesaban un poco más, como si hubiera cargado algo muy pesado, y los brazos se dejaban caer como si no fueran suyos, como si otro, el otro, los manejara y no él. Lo miró una vez más; el otro no había dejado de hacerlo nunca, pero sus ojos estaban calmos, como si no lo perturbara tenerlo delante suyo, como si no le produjera terror verse.
La expedición había sido larga y penosa. Estaba seguro de que esa tierra existía, no por las mediciones que habían realizado viajeros anteriores sino por ese sueño en el que se veía en ese lugar, descalzo, y sentía la arena contra la planta de sus pies. Ahora aquel sitio llevaría su pobre nombre. Él le había hecho ganar un lugar. Pero en ese instante no pensó en la posteridad ni en el reconocimiento. Recordó Moby Dick y comprendió por qué aquel lugar no aparecía en ningún mapa. Ahora, por fin, terminaría aquel viaje, por fin volvería a casa, y llevaría con él mucho más de lo que cualquiera podría haber hallado. Nunca se había sentido tan miserable, nunca se había avergonzado tanto de sí. Aquellas telas, su gorro, su calzado, solo lo cubrían. Debajo de todo aquello solo había un hombre. Nada más.
Dio media vuelta y ordenó el regreso. Se negó a que aquellas tierras fueran exploradas. Todo lo que pudiera sacar de ellas no le interesaba. Tenía suficiente con lo que habían tomado sus ojos. Aquella imagen perturbadora lo acompañaría por siempre: la imagen de ese otro que, como un espejo, le había devuelto la suya propia.