La travesía

Los primeros rayos del sol se hicieron sentir sobre su rostro. Supo entonces que otro día había comenzado, que el tiempo no se había detenido y que todo seguía su curso. A decir verdad, los últimos días se habían tornado extensos y abrumadores, haciéndole creer incluso que el reloj del mundo se había detenido. Tal vez era la ausencia de todo tipo de referencia, la azul extensión del océano o lo increíblemente grande que se veía el cielo lo que provocaba en él aquella terrible desorientación. La cuestión espacial había sido resuelta: se había habituado a cada centímetro de aquel barco en el que había pasado los días y las noches de los últimos meses, reconociendo cada trozo de madera como parte suya. Sin embargo, orientarse en el tiempo se había vuelto una tarea difícil. Contaba un nuevo día en cada amanecer pero jamás estaba seguro de no haber dormido más de lo debido, perdiendo así la cuenta que tan rigurosamente había querido llevar.
La vida en altamar se había tornado mucho más áspera de lo que había imaginado. Dentro del barco todo era conocido y nada causaba ya sorpresa alguna, más allá de algún personaje que no soliera hacerse ver y que, tras mucho tiempo dentro de su camarote, saliera a la cubierta a tomar aire. Las historias que circulaban entre los pasajeros habían dejado de renovarse y no eran más que relatos gastados que ya nadie se esmeraba en contar; incluso habían perdido interés las narradas vivencias de José, su experiencia trabajando en la mina y su heroica pelea contra dos reos que intentaron arrebatarle algunas pertenencias. Las damas ya no eran tan bellas ni los caballeros tan amables, y la exótica vista que antes podía disfrutarse ahora se padecía.
Fuera del barco todo era nada. La desolada inmensidad se tornaba a veces asfixiante y pesaba sobre su cansado cuerpo. Sólo lo consolaba mirar aquel punto, aquel donde muere el mar y nace el cielo. Era allí donde depositaba las pocas fuerzas que le quedaban y las transformaba en recuerdos e ilusiones. Allí en el horizonte, en el punto más lejano que sus ojos le permitían captar, se encontraba todo lo que había sido y todo lo que sería; allí estaba su lugar, su tierra, su gente; allí había tierra firme que pisar, donde podría ver caer el sol todos los días sin miedo a perder la noción del tiempo. Fuera del barco todo era nada, pero la nada albergaba la infinita posibilidad del todo.
Abrió sus ojos lentamente, mientras sentía un aroma particular que aún no reconocía. Posó sus manos sobre la baranda de acero esperando ver frente a él el horizonte pero encontró algo muy distinto. Refregó sus ojos para volver más clara su visión, esperando que aquello fuera no más que una ilusión, pero sólo pudo comprobar que lo que percibía era real: finalmente estaban llegando a tierra firme. Sin embargo, todo era muy distinto a como él lo recordaba. Las pequeñas casas de madera eran ahora altísimas construcciones de cemento pintadas de blanco, llenas de ventanas como ojos en todos sus lados; los bellos caminos eran ahora largos surcos asfaltados, plagados de vehículos; la gente caminaba de un lado a otro, entrecruzándose, mezclándose, haciendo imposible reconocer algún rostro familiar. Dudó un instante si aquel lugar no era otro diferente de su pueblo pero el gran cartel en la entrada, lo único que recordaba haber visto antes, le demostró que no era así. Volvieron a su mente infinidad de recuerdos que no logró conciliar con la imagen que se alzaba frente a él; incluso pensó en todo aquello que había planeado para él en aquel lugar, pero nada se adaptaba a ese sitio. El gran cartel debía estar mintiendo; no había otra explicación. Miró entonces sus manos sobre la baranda plateada, y tras ellas el cristalino océano. Recorrió el borde del barco hasta llegar a la popa y alzó la vista, pudiendo ver nuevamente ese horizonte con el que tanto había soñado. Sin pensarlo un instante más, se trepó sobre aquellos barrotes y saltó al vacío. Allí abajo lo esperaba el océano, que lo había acompañado durante tanto tiempo, para abrazarlo y contenerlo. Una vez allí, nadó rumbo a aquel punto, seguro de que todo lo anterior habría sido una visión, buscando su lugar, perdiéndose en la inmensidad de esa nada que ahora más que nunca era todo.