Paseo por la calle Defensa

Eran las ocho y media de la mañana cuando, como parte de mi recorrido de todos los domingos, decidí caminar por la calle Defensa. Estaba desierta, desolada, y no había nada que me gustara más que aquello. En esa angosta calle empedrada de más angostas veredas aún no pasaba absolutamente nada; o tal vez pasaba todo y aún no me había dado cuenta. Si lo hubiera sabido sin duda hubiese elegido otro destino, pero ignoraba que en ese silencio, en esas ausencias, en esa aparente calma y quietud asechaba el peligro. Afortunadamente el azar me llevó a doblar en una esquina, no recuerdo cual, alejándome de la mira. Solo entonces comprendí que había sido parte de una escena siniestra, perturbadora. Una única razón me dejó tranquilo y fue saber que no era a mí a quien esperaban. De otra forma, no les hubiera costado nada disparar. Nadie se hubiera enterado hasta algunas horas después y podrían haber huido sin ser atrapados.
La imagen de los francotiradores me causó cierta impresión, no tanto por ellos mismos como por lo que significaba que estuvieran allí. Una horrible sensación recorrió mi cuerpo, esa que siente uno cuando sabe que algo terrible está por ocurrir, inevitablemente, sin que nadie pueda hacer o decir algo que revierta ese hecho. Pero más impresión me causó la calle vacía, despojada del movimiento que suele tener durante la semana, sola y librada al azar. Imaginé que así debía sentirse también el pobre muchacho al que estos hombres esperaban: solo, absolutamente solo. Me compadecí por él, aunque pronto pensé que tal vez se trataba de un terrible criminal, de un hombre despiadado. Eso alivió en parte la culpa que había comenzado a sentir por seguir mi camino a pesar de saber lo que estaba pasando allí. Yo también lo había dejado solo, a él y a la calle.
La zona de los anticuarios siempre me inundó de nostalgia, pero esa mañana fue mucho peor. Los locales estaban cerrados pero podía sentir el aroma del encierro, de la humedad en las hojas de un viejo libro, del óxido en los objetos antiguos y olvidados. Era el olor de esa calle, olvidada por todos esa mañana. Las señoras se habían quedado en la cama un rato más y no había quién saliera a barrer las veredas. Incluso el viejo colectivo 22, con su escasa frecuencia, se había olvidado de pasar por allí esa mañana. Del viejo balcón enrejado de la casa amarilla ya no colgaban las flores que alguna vez supe elogiar, y de aquella esquina de dos pisos, con hermosas persianas verdes, tal vez las únicas tan bien conservadas, no asomaba nadie. Todos estaban escondidos en el interior de sus viviendas, tal vez ignorando lo que ocurría afuera, tal vez sintiendo la misma culpa que yo por escaparme y no hacer nada.
Con mucha prudencia me detuve a revisar si el cordón de mi zapato estaba bien atado. En realidad eso no me importaba demasiado, pero necesitaba una excusa para mirar un poco más la escena sin que corriera riesgo mi vida. Allí volví a verlos, ahora con un poco más de detenimiento, aunque siempre con miradas cortas e imprecisas que no me pusieran en riesgo. Quería averiguar algo más sobre ellos y esa repentina presencia sobre mi tan amada calle. Sin duda, esperaban a algún desgraciado que se refugiaba en una de esas antiguas casas, tal vez para cobrar una deuda de honor, tal vez para “comprar” a fuerza de plomo su silencio. Eran cinco hombres de mediana edad, vestidos completamente de negro y con su rostro cubierto. Dos de ellos sostenían en sus manos un Blaser R93 y otros dos un Remington M4; al quinto apenas pude divisarlo y no me fue posible saber qué arma empuñaba, pero por su ubicación en uno de los techos más altos y la silueta que perfilaba debería tratarse de un Barrett M82. No soy un experto en armamento ni mucho menos, pero con lo poco que sé de este tipo de armas puedo arriesgarme a decir que se trataba de un conflicto grave; no sé de qué otro modo alguien empuñaría un fusil capaz de atravesar un chaleco antibalas, y hasta ciertos materiales de la estructura de un edificio. Esa conclusión me perturbó, pero al mismo tiempo me hizo sentir tranquilo, pues si así lo hubieran deseado podrían haber generado una masacre, pero no lo hicieron. Algo verdaderamente importante debía estar ocurriendo, algo muy personal. Mi curiosidad me hubiera llevado a seguir observando y conjeturando, pero decidí continuar mi camino y alejarme de allí.
Hoy abrí el diario y lo vi. Un titular anunciaba la muerte de un joven sobre la calle Defensa, frente al anticuario y a la casa amarilla. No había fotos del muchacho pero el cuerpo de la noticia anunciaba que había quedado en un terrible estado. Allí mismo confirmaron mis sospechas acerca de la cantidad de tiradores y sus respectivas armas, pero nadie supo decirme cuál había sido el motivo del crimen. Habían imaginado, supuesto y conjeturado igual que yo, pero nadie había obtenido certezas. Sí acompañaron el texto de dos imágenes alusivas: una de la familia del difunto llorando su triste final y la otra de la calle Defensa, desierta, desolada, tal como la hubiera visto un hombre que pasaba por allí a las ocho y media de la mañana.