Fue en las tolderías de Leuvucó, cuando caía el sol. El grupo de indios más veloces y astutos del grupo regresaba de las huincas. Entonces era más joven que ahora pero una herida me impidió salir. Pude ver desde los toldos una gran nube de polvo, que anunciaba que estaban de vuelta. Las mujeres y los niños se acercaron al botín, como de costumbre, pero nadie pronunció palabra. El cacique levantó algo del suelo y lo llevó hasta su tienda. Pasaron algunos días hasta que confirmamos las sospechas que poco a poco se habían difundido entre todos los demás: había llegado, como parte del botín, un niño pálido y débil, de ojos celestes como el agua del río. El cacique lo había escondido para revisarlo y ahora había anunciado que se quedaría.
A medida que fue creciendo se fue adaptando a nuestras costumbres, y hasta aprendió nuestro idioma. Se volvió hábil con el cuchillo y con las boleadoras, además de fornido. Sin embargo, jamás fue con el grupo a los poblados. Se quedaba en los toldos construyendo herramientas o ayudando con los trabajos más arduos. Mientras carneaba los animales que se traían desde el otro lado la piel áspera y marcada le brillaba al sol, al igual que su cabello. Por eso lo bautizamos Negüepan, por su melena larga y dorada como la de un león, y cuando aprendió nuestras palabras lo aceptó. Nadie sabe qué pensaba entonces ni cuánto recordaba de la otra vida pero yo estoy seguro de que aunque lo hayamos tratado como a uno de nosotros él siempre se había dado cuenta de que era diferente.
Se había hecho cada vez más común que los hombres del otro lado vinieran contra nosotros. Una noche, después de que llegara un grupo con el ganado que habían conseguido, nos atacaron. Interrumpieron nuestro sueño para revisar nuestras tiendas, dando vuelta todo lo que encontraran en su camino. Se llevaron con ellos varias mujeres y algunas pieles que estaban aireándose. Negüepan, que dormía como los demás, fue sorprendido por un soldado, que se mostró inquieto ante él, tal vez porque jamás había visto un indio pálido, con los cabellos tan dorados.
Aquel episodio hubiera sido mucho menos importante si aquel soldado no hubiera regresado un tiempo después, ahora con la luz del sol y menos prepotente. Traía consigo a otro hombre, algo mayor, y a una mujer que miraba hacia todos lados, aterrada. El soldado preguntó por el indio pálido y aseguró que allí lo había visto. Negüepan, sin decir palabra, se acercó a ellos. Tanto el otro hombre como la mujer que los acompañaba lo miraron, como si buscaran algo que él ocultaba. Hablaron entre ellos y de los ojos de la mujer cayó una lágrima. Le pidieron al muchacho que los siguiera y él lo hizo, manteniendo un absoluto silencio.
Los que lo siguieron, desconfiando del soldado y de sus acompañantes, cuentan que caminaron un largo trecho hasta llegar a una casa. Allí se detuvieron y le señalaron a Negüepan la vivienda. Él clavó sus ojos celestes en la puerta de madera, como si quisiera atravesarla con la mirada, y soltando un profundo grito corrió en dirección a ella, provocando que los demás corrieran tras él e ingresaran al lugar. Desde una ventana se pudo ver cómo el muchacho metió una de sus manos dentro de un artefacto y sacó, casi con desesperación, un pequeño cuchillo de mango de asta, que seguramente habría guardado allí cuando era un niño, antes de llegar a los toldos.
Desde entonces, y por mucho tiempo, no volvió a cruzar la frontera. Algunos de nosotros, ocupándonos de que no nos descubrieran, pudimos verlo en la casa, vistiendo otras ropas y, la mayoría de las veces, con el pequeño cuchillo en la mano. Fue una mañana, apenas amaneció, cuando lo vimos correr por la llanura, lanzando un grito tan profundo como el que dicen que soltó aquel día. Entró velozmente a la que había sido su tienda y se acostó sobre el suelo, sintiendo sobre su rostro la aridez de la tierra. Nadie dijo nada, pero muchos nos alegramos de que volviera, aún sabiendo que podría llegar el día en que volvería a partir. Tal vez pasaran muchos años hasta que eso ocurriera, tal vez menos, o incluso podría morir en estos toldos; nadie podía saberlo con exactitud. Negüepan jamás dijo palabra alguna sobre lo que sintió al volver al pueblo ni sobre lo que sintió al regresar a las tolderías; jamás dijo que se iría o que se quedaría para siempre aquí. Continuó dedicándose a carnear el ganado que llegaba, ahora ayudado por el pequeño cuchillo que se había ocupado de afilar, mientras sus dorados cabellos brillaban al sol. Supe entonces que esa era la maldición de Negüepan, que lo acompañaría siempre, y que él tal vez la supo desde que lo bautizamos así: era diferente, tanto de este lado de la frontera como del otro. Negüepan era un hombre transplantado; un blanco entre los indios, un indio entre los blancos. Me hubiera gustado saber qué siente alguien que no sabe qué es ni sabe cuál es su lugar; me hubiera gustado saber dónde se refugia un hombre que no tiene a dónde regresar. Tal vez Negüepan era eso: un cuchillo de mango de asta, una tienda, una melena dorada como la de un león, un grito profundo desde el alma y una búsqueda eterna de una respuesta que tal vez no existe.
Versión de “El cautivo”, de J. L. Borges, según se contaría en los toldos en la época de los malones en territorio de fronteras